Este promontorio rocoso era en mi infancia la barrera que separaba la civilización de la pura naturaleza. Se convertía para mí en las puertas del campo y de la aventura.
Lo recuerdo muy bien; cubierto de hierba, prácticamente pelado, fruto de la presión brutal de cabras, ovejas y vacas. Y de los incendios sin control para generar de nuevo hierba para cabras, ovejas y vacas.
El ganado se fue, también los paisanos. Los campos se convirtieron en urbanizaciones y la hierba en jardines, piscinas y pistas de tenis. El montecillo de Cotolino sobrevivió entre amenazas y presiones urbanísticas. Hoy me recuerda a una isla desierta y verde rodeada de un mar de hormigón.
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